Luciana Gadda
María Isabel Torres
Santiago Lamaison
Eduardo Poggio
Juan Canevari
Julieta Romagnoli
Yanina Zarzycki
Para comenzar con el trabajo es menester primero realizar una corta introducción para situarnos en las circunstancias de la anécdota planteada. Hace un par de años atrás me encontraba dando mis primeros pasos en la docencia. Mi inexperiencia me forzaba a abrir los ojos y observar detalladamente cada lugar, cada actitud, cada situación… y más aún a escuchar… comentarios, quejas, reclamos, problemas… provenientes de los demás docentes y miembros de la comunidad educativa.
Estaba realizando una breve suplencia en un colegio privado de orientación católica de la ciudad de Zárate.
La institución tenía las materias agrupadas por departamentos. Así, existía el departamento de Ciencias Sociales, el de Ciencias Exactas, el de Ciencias Naturales etc. Cada departamento tenía una coordinadora (docente del área correspondiente). De ésta manera organizados, cada departamento contaba con un programa de temas a tratar basado en las directivas de los estamentos superiores a la institución. (Sabemos que la educación esta diagramada en sentido verticalista). Sin embargo, tal como me explicó la coordinadora de mi área en las entrevistas previas a mi ingreso) cada programa era debatido al comienzo del ciclo lectivo por todos los docentes responsables y permanecía abierto a los cambios que se propusieran. (Con el tiempo pude comprobar que no se trataba sólo de un argumento sin sustento ya que mis planteos tomaron un buen cause, so pena del corto tiempo de mi permanencia.)
Dicho esto… Me hallaba un día haciendo un “entretiempo” en la sala de profesores… tomando un cafecito…al sonar el timbre entraron a la sala dos profesoras titulares. Al verme allí una de ellas exclamó: “¡Ah! ¡Mira quien esta acá! La profesional arrepentida”. Sin duda se trataba de un comentario simpático, aunque sólo pude percibir resentimiento. Si bien en ese momento no me detuve en la expresión, nunca pude olvidarla. Sin vacilación comencé a observar y a escuchar muy atentamente.
Entre dimes y diretes la profesora de lengua y literatura refunfuñó: “Estoy cansada. ¡Este programa de la materia no me gusta para nada! Tuve que darle a los pibes para leer (y se entiende que además se realiza un análisis y actividades sobre ella) ‘Los árboles mueren de pie’. (Una obra literaria clásica de Alejandro Cassona). La profesora de literatura agregó: “¡No me gusta para nada! Además ni me la acuerdo. Voy a ver si este fin de semana me hago un tiempo, la voy a tener que leer”.
“Pero… ¿Ya se lo diste? ¿Y qué vas a hacer si algún chico te consulta algo? Preguntó otra docente.
“Y… le diré que vengan después del recreo… o que se los respondo para la otra clase porque estoy apurada. Si vos te pensás que a alguno le interesa leer un libro viejo?¡Ni deben haber empezado todavía!
Busqué a mí alrededor, esperando que se arme el debate. Deseaba que alguien cuestione esta observación. Yo era “la nueva e inexperta”, y no me atreví a entrar al grupo con los tapones de punta. Más aún, luego del cariñoso comentario de bienvenida. Pensé que seguramente alguien recogería el guante y yo tendría ahí mi oportunidad de opinar.
Para mi asombro la profesora de plástica y artes visuales, una mujer joven pero con varios años de experiencia respondió: “¡Y sí! ¡Cuando te dicen lo que tenés que hacer es un plomo! ¡Qué sabe la coordinadora lo que es una clase! A mí me pasa lo mismo, siempre hay temas que hay que dar y no me gustan a mí… y no los doy. Me pasa por ejemplo con el tema ‘perspectiva’. No me gusta para nada, no me interesa, me parece un tema inútil, nunca me agrado, yo directamente decidí obviar ese tema, total si no me interesa a mi… menos le va a interesar a los pibes, línea de horizonte… punto de fuga! ¿Vos que vas a hacer?” Repreguntó dirigiéndose a la docente de literatura.
A lo que respondió: “Ya les di un plazo de dos meses para que lean el libro así también tengo tiempo yo de leerlo… y después veo. No creo que nadie venga a preguntarme nada. Nunca preguntan nada”. ¡Están en cualquiera!”
Muchos asintieron el comentario con la cabeza. Nadie dijo nada.
Sonó el timbre, tome mis cosas y me fui al aula… un tanto desilusionada...
¿Es pertinente los profesores de hoy elijan que tema dar según sus preferencias personales?
¿Desde qué lugar se decide la idoneidad para el lugar de educador?
¿Se puede educar desde el pre-juicio instalado sobre la actitud de los chicos?
¿Se preguntaron alguna vez el origen del planteado desinterés?
¿Tienen los adultos responsabilidad sobre el desinterés de los alumnos?
¿De quién es el desinterés? ¿De los alumnos o de los docentes?
¿Es factible educar desde el desinterés del educador?
¿Cuál es la finalidad última de la escuela? ¿Educar? ¿Controlar? ¿Reproducir? ¿Disciplinar? ¿Construir ciudadanía? ¿Formar? ¿Buscar la libertad?
¿Son los educadores los responsables de esta finalidad?
¿Es posible trabajar desde la diversidad?
¿Es posible tomar la subjetividad y significarla?
Hay por lo menos un par de aristas desde donde comenzar un análisis de la experiencia que tomamos como referencia para este trabajo: la construcción de los programas curriculares, es decir el origen de los contenidos, y por otro lado el interés del educador y el educando en el proceso de aprendizaje de dichos conocimientos.
Si de algo estamos seguros es que la construcción de los programas curriculares así como también las demás actividades docentes no deben estar ajenas al entorno en el cual se produce el hecho educativo. Esta premisa se encuentra reforzada por la frase del educador brasilero Paulo Freire que dice: “Jamás acepté que la práctica educativa debería limitarse sólo a la lectura de la palabra, a la lectura del texto, sino que debería incluir la lectura del contexto, la lectura del mundo”.
Es por ello que, si anhelamos que el proceso de enseñanza sea atractivo y genere interés tanto en el educador como en el educando, el mismo no debe estar desconectado de la realidad. Para que el alumno se vea motivado y abierto al aprendizaje el mismo debe tener en cuenta no sólo la transmisión de conceptos sino también implica una comprensión crítica de la realidad social, política y económica en la que se encuentra inmerso el mismo.
Por otro lado pero conectado a esta idea entendemos que la finalidad de la educación no se basa en objetivos como leer un libro en un determinado tiempo (como en el caso de la experiencia relatada). Esta concepción donde el educador conduce al educando en la memorización mecánica de los contenidos, es lo que P.Freire llama “educación bancaria”. Los educandos son así una especie de «recipientes» en los que se «deposita» el saber y terminan convertidos en objetos del proceso, padeciendo pasivamente la acción del educador. Por lo contrario la educación tiene como uno de los fines últimos, “hacer pensar”, por ello podemos inferir que hemos sido efectivos como docentes si logramos que el alumno genere ideas o pueda recrearlas a partir de los saberes compartidos.
Con la expresión: “Están en cualquiera”, al referirse a los alumnos se produce un prejuicio que deja a los mismos en una situación que poco favorece al aprendizaje.
La verdad es que, de modo lamentable, el comentario que se observa en nuestra experiencia acerca de los intereses de los alumnos es un comentario representativo del imaginario docente. Es difícil, por lo menos en la experiencia de algunos de nosotros, encontrar espacios docentes en donde se hable bien de los chicos, de aquellos que los mueves o les interesa. No es el “denominador común de las salas de profesores” el elogio por la cultura juvenil o sus representantes, ni la admiración por las capacidades y los talentos de los jóvenes, ni el apoyo a sus ideas o proyectos. Con esto, por supuesto, no queremos criticar “desde afuera”, como si nosotros no fuéramos docentes y parte de todo esto también…
Existe una incapacidad enorme y manifiesta por parte del mundo adulto en general y el docente en particular, para comprender y valorar aquellas cosas que movilizan a nuestros niños y jóvenes. En muchos casos esto aparecerá como una cuestión generacional, en donde actores sociales de grupos etarios diferentes (alumnos y docentes) se cruzan en un espacio institucional común y obligatorio, sencillamente porque es el camino que deben recorrer y comparten una experiencia en donde se observan, pero no se entienden.
En otros casos, la imposibilidad de los docentes para valorar los intereses de los niños y jóvenes puede aparecer como un simple correlato del imaginario social. Sobretodo en el caso de los jóvenes y la juventud, y más aun en el caso de los grupos sociales marginales, existe una marcada tendencia a la estigmatización del joven como el responsable general de los males sociales, el movilizador de los indicadores sociales del “horror”: las drogas, la inseguridad, la violencia, etc. Los jóvenes aparecen en muchas ocasiones en el relato del mundo adulto, en el relato de los medios de comunicación como protagonistas de aquello que se supone que socialmente no deseamos y por tanto terminan siendo, los jóvenes y sus cuestiones, por ejemplo sus intereses, objeto de rechazo general o de calificaciones denigrantes en torno a su situación.
Aquí es necesario señalar entonces, que hay una profunda relación entre el reconocimiento del otro como sujeto (con su historia, sus valores, intereses) y el hecho educativo como un proceso liberador y transformador. Creemos que la marcada tendencia al prejuicio y al rechazo de los jóvenes y sus intereses termina constituyendo procesos educativos basados en la “superioridad” del docente sobre el alumno, en la diferenciación entre “el mundo adulto centrado” y “el mundo joven caótico y perdido”, en la estigmatización del alumno y su consideración como objeto depositario de conocimientos “que lo ayuden a encauzarse” nuevamente.
Pero al final del camino la verdad es que, ya sea escudándonos en el problema generacional o sea avalándonos por el imaginario social, muchas veces los docentes rechazamos o descalificamos aquello que no podemos comprender, aquello que es diferente y por resultarnos las expresiones de los chicos y los jóvenes voces cargadas de palabras, gestos y elementos que no comprendemos, que nos resultan extraños, entonces surge la tendencia inmediata al rechazo y a la negación de esas voces, expresiones e intereses.
Como afirma Paulo Freire en “Pedagogía del Oprimido”: “El Dialogo, como encuentro de los hombres para la tarea común del saber y actuar, se rompe si sus polos (o uno de ellos) pierde humildad”. Si se cree que los alumnos poco pueden aportar con su proceso de aprendizaje y los productos que surjan del mismo, si el docente cree que es el dueño del saber, será casi un imposible el dialogo, la retroalimentación entre ambas partes, el interés por aprender. En forma contraria se generará en los educandos una resistencia a la apropiación del concepto, dado que lo sentirán ajeno, impuesto, extraño. Para que los mismos adopten otra actitud deben sentirse en parte “hacedores” del saber en cuanto pueden generarlo o reproducirlo, si se sienten “parte”, el compromiso con la internalización de los conocimientos sin duda será diferente.
El dialogo permite que ambos, educadores y educandos, construyan el conocimiento a partir de la reflexión conjunta sobre la realidad, y de este modo ambas partes se eduquen. Esta situación coloca a docentes y alumnos en una situación de igualdad, y las estructuras de “autoridad” desaparecen.
Sin embargo esta confianza puede ser construida si y solo si, los docentes dan testimonios con su hechos que se sienten “pares” en cuanto a la posibilidad del aprendizaje, y la fe en los alumnos de esta relación dialógica de valioso “ida y vuelta”. Si partimos del supuesto: Nunca preguntan nada. ¡Están en cualquiera!”, es muy probable que se transmita un sentimiento de falta de fe en los alumnos. En este caso el estimulo a la confianza se verá extremadamente afectado y la posibilidad de dialogo claramente disminuida.
Un aspecto relacionado y que debemos tener presente como docentes, es que el proceso exitoso de aprendizaje no implica necesariamente la adopción de una determinada postura. No es un objetivo de la enseñanza la creación de clones de los maestros. Los alumnos frente a una determinada temática, tienen derecho a elegir la posición que le parezca más acertada de acuerdo a sus saberes previos, adquiridos, como así también al conjunto de valores y experiencias que le pertenecen. Si esto sucede, si los alumnos logran generar pensamientos y posiciones que reconozcan como propias, estaremos cerca de otra de las finalidades de la enseñanza: fomentar seres libres y pensantes.
Ahora, yendo a la posición del docente, también quedaron planteados interrogantes luego de haber discutido entre los miembros del grupo la anécdota relatada.
Detectamos que quizás muchas veces nos centramos en el desinterés de los alumnos cuando en realidad dicho sentimiento se encuentra en los maestros. Y adicional a esta idea, nos preguntábamos: se puede educar sino hay motivación de los docentes por los contenidos?
Como generar sentimientos en los demás si, nosotros mismos no los poseemos?.
Como hacemos para pasar de ser docentes tipo “educador bancario” como señala P. Freire en donde sólo importa que existe un programa que hay que dar y cumplir, para ser un “educador dialógico”?. Para construir un programa desde esta última postura es necesario escuchar, observar y asimilar la realidad de los alumnos y los mensajes y elementos que nos hacen llegar en forma quizás desordenada e inconsciente.
La visión del educador, del educando sobre sí mismos y los temas que componen el presente del mundo que los rodea deben ser tomados en cuenta, analizados, contextualizados y luego estructurados en un programa de educación.
Es verdad que el entorno actual está repleto de objetos materiales, sistemas de comunicación, entretenimientos y tecnología que seducen nuestro tiempo, energía y dedicación. No es tarea fácil proponer un contenido dentro de un aula cuyo aprendizaje resulte más atractivo de ser llevado a cabo allí, que mediante el uso de cualquiera de los otros sistemas información existentes.
Quizás en estas últimas palabras se encuentra la punta del ovillo para encontrarle una respuesta a este dilema. El dialogo que se pretende llevar a cabo mediante la enseñanza no es el mero pasaje de información, requiere si o si de un intercambio que enriquece tanto al que da como al que recibe. Ese debe ser uno de los mayores valores agregados que aporta una clase, no debemos perder de vista que somos nosotros como docentes quienes debemos encontrar elementos valiosos para nosotros y los alumnos para que la motivación, el interés y la internalización de los saberes sea posible.
Depende de cada uno de nosotros como docentes demostrar el compromiso que tenemos con la enseñanza y nuestra búsqueda de su mejora continua. No quedarnos en la queja, darle significancia a los conocimientos para que así se pueda valorarlos, acercarlos a la realidad y respetar la visión de la misma por parte de los alumnos pueden ser algunos de los caminos a seguir.
El dialogo, como plantea P. Freire, es un acto de amor, es reconocerse igual a otros por el hecho que todos podemos aprender algo de ese otro. Es reconocer que el otro, sea alumno, par o superior puede hacer una contribución a mis saberes, a mi persona. El diálogo es el acto por el cual se eliminan las diferencias entre los hombres, todos tienen el mismo objetivo: saber más. Si logramos esta relación de “semejantes” entre docentes y alumnos será mucho más fácil que se construya un clima de confianza.
Concluimos entonces, con esta reflexión de Freire: “Todos nosotros sabemos algo. Todos nosotros ignoramos algo. Por eso, aprendemos siempre”.
Me encantó el trabajo. Describe con claridad esa sensación tan incómoda que algunos docentes experimentamos en las salas de profesores cuando el discurso dominante es el del prejuicio o el lugar común.
ResponderEliminarUn docente-que-aprende es curioso, duda, critica, nunca está cómodo, escucha las otras voces (las de los alumnos, las de los compañeros, las de la calle, las de la historia...) porque sabe que aún tiene mucho por aprender de ellas.
Me gustó, además, que el texto HACE aquello que enuncia: no se quedan en la crítica. Por el contrario, analizan la experiencia y (nos) acompañan a los lectores en la reflexión. ¿Cuál es el resultado?: quienes trabajamos críticamente en educación apostamos a la confianza, ahora con más fuerza y argumentos.
¡Gracias por compartir!