Ayer lunes 2 de enero, ha muerto John Berger. Desde hace no mas de 10 años comencé a leer muchos de sus artículos, ensayos y novelas. Es una escritura (ella continuará en un presente vivo) que se desliza con suavidad, como la carbonilla con la que dibujaba. En la era de la imagen, escribió como quien relata su propia mirada.
Incorporé un texto suyo en los cursos
de ética docente para reflexionar sobre la mirada como hospitalidad
de la subjetividad.
Me da mucha tristeza su ausencia. Su
último libro, bellísimo, es un homenaje que escribió con su hijo
para su fallecida compañera en el 2013. Habla de la presencia en la
ausencia. El tango “trenzas” dice “y así mi soledad, se
agranda con buscarte”.
Quisiera fantasear pensando que murió
en la humana aventura de amar.
Comparto el texto que ofrecí estos
años como un momento bibliográfico, a modo de memoria de un hombre
que admiro.
Francisco Mina
Los
retratos de Fayum.
“El
tamaño de una bolsa”.
John Berger.
Alfaguara.
2004. BsAs. ( Pags. 59-66)
Son los retratos más antiguos que se
conservan; se pintaron en la misma época en la que se escribió el
Nuevo Testamento. Entonces, ¿cómo es posible que nos resulten hoy
tan próximos? ¿Por qué tienen un aire más contemporáneo que
cualquier otra imagen de los dos milenios de arte europeo que les
sucedieron? Los retratos de El Faiyum nos llegan como si los hubieran
pintado el mes pasado. ¿Por qué? Ese es su enigma.
La respuesta más sencilla sería que
son una forma artística híbrida, totalmente bastarda, y que esa
heterogeneidad concuerda con ciertos factores de nuestra situación
actual. Sin embargo, para poder explicar esa respuesta, debemos
proceder paso a paso.
Están pintados sobre madera —sobre
todo de tilo—, y algunos sobre lino. Los rostros tienen un tamaño
algo menor que el natural. Varios están pintados al temple; el
disolvente utilizado para la mayoría de ellos es encausto, es decir,
pigmentos mezclados con cera de abeja.
Todavía hoy podemos seguir las
pinceladas del pintor o las marcas de la cuchilla que usó para
raspar el pigmento. La superficie en la que se hicieron los retratos
era oscura. Los pintores de El Faiyum trabajaban desde la oscuridad
hacia la luz.
Lo que no puede mostrar ninguna
reproducción es lo atractivo que sigue resultando un pigmento tan
antiguo. Los pintores usaban cuatro colores, aparte del dorado:
negro, rojo y dos ocres. La carne que pintaron con estos pigmentos le
hace pensar a uno en el maná. Los pintores eran griegos egipcios.
Los griegos se habían establecido en Egipto desde la conquista de
Alejandro Magno, cuatro siglos antes.
Se denominan los retratos de El Faiyum
porque se hallaron a finales del siglo pasado en la provincia del
mismo nombre, una tierra a la que llaman El jardín de Egipto, a 80
kilómetros al oeste del Nilo, ligeramente al sur de Menfis y El
Cairo. En aquella época, un comerciante llegó a asegurar que se
habían descubierto retratos de los Ptolomeos y Cleopatra. Después
los tacharon de falsificaciones. En realidad, son auténticos
retratos de una clase media urbana: maestros, soldados, atletas,
sacerdotes, comerciantes, floristas... A veces conocemos sus nombres:
Flaviano, Isarous, Claudina...
Fueron descubiertos en necrópolis
porque se pintaban con el fin de acompañar a la momia de la persona
retratada cuando ésta moría. Probablemente se pintaban del natural
(en algunos de ellos tuvo que ser así, por la extraordinaria
vitalidad que exhiben); otros, quizá, se hicieron póstumamente.
Cumplían una doble función: eran
retratos de identificación —como fotos de pasaporte— para el
viaje de los muertos con Anubis, el dios con cabeza de chacal, hasta
el reino de Osiris; en segundo lugar, durante un breve periodo,
servían de recordatorios de los fallecidos para la familia. Se
tardaban 70 días en embalsamar el cuerpo y, en ocasiones, la momia
se guardaba después en casa, antes de colocarla en la necrópolis.
Desde el punto de vista del estilo,
como he dicho, los retratos son híbridos. Por entonces Egipto era
una provincia romana. Por consiguiente, las ropas, los peinados y las
joyas seguían la última moda de Roma. Los griegos que realizaron
los retratos empleaban una técnica naturalista derivada de la
tradición instaurada por Apeles, el gran maestro griego del siglo IV
antes de Cristo. Y, además, eran objetos sagrados en un ritual
funerario exclusivamente egipcio. Han llegado hasta nosotros
procedentes de una época de transición.
Parte de la precariedad de ese momento
resulta visible en la forma de pintar los rostros, independientemente
de su expresión. En la pintura egipcia tradicional no se
representaba a nadie de frente porque la vista frontal abría la
posibilidad opuesta, la de la perspectiva posterior de alguien que se
da la vuelta y se va. Todas las figuras pintadas por los egipcios
estaban en un eterno perfil, de acuerdo con la preocupación egipcia
por la continuidad perfecta de la vida después de la muerte.
Sin embargo, los retratos, pintados con
arreglo a la antigua tradición griega, muestran rostros enteros o en
tres cuartos. Ante ellos percibimos todavía, en parte, lo
desacostumbrado de esa frontalidad. Es como si acabaran de intentar
dar un paso hacia nosotros.
Entre los cientos de retratos que se
conocen, hay gran diferencia de calidad. Había grandes maestros y
pintorzuelos. Había algunos que hacían un trabajo apresurado y
rutinario y otros (muchos, sorprendentemente) que ofrecían
hospitalidad al alma de su cliente. No obstante, las opciones
pictóricas a disposición del autor eran mínimas y la prohibición
formal muy estricta. Paradójicamente ésa es la razón de que, en
los casos más logrados, podamos sentir la inmensa energía de su
arte.
Detengámonos en dos hechos: primero,
el acto de pintar un retrato de El Faiyum y, segundo, la acción de
contemplarlo ahora.
Ni quienes encargaban los retratos ni
quienes los pintaban pudieron jamás imaginar que los vería la
posteridad. Eran imágenes destinadas a permanecer bajo tierra.
Ello significaba una relación especial
entre el pintor y la persona que posaba. Esta no era todavía un
modelo, y el pintor no era todavía un medio para alcanzar la gloria
futura. Al contrario, los dos, ambos vivos en aquel momento,
trabajaban juntos en la preparación para la muerte, una preparación
que aseguraba la supervivencia. Pintar era dar nombre, y tener un
nombre era una garantía de continuidad.
En otras palabras, al pintor de El
Faiyum no se le llamaba para que hiciera un retrato, tal como lo
entendemos hoy, sino para que plasmara a su cliente, hombre o mujer,
mientras le miraba. Era quien se sometía a la mirada, más que el
"modelo". No debemos considerar estas obras como retratos,
sino como cuadros que representan la experiencia de que nos miren
Flaviano, Isarous, Claudina...
Este tratamiento, este enfoque, es
distinto de cualquier otra cosa que podamos hallar posteriormente en
la historia del retrato. En épocas sucesivas se pintaban para la
posteridad, para dar testimonio de alguien que estaba vivo a futuras
generaciones. Mientras se pintaban ya se concebían en el pasado, y
el pintor abordaba su modelo en tercera persona, singular o plural,
según los casos.
Para el pintor de El Faiyum la
situación era muy diferente. Se sometía a la mirada del modelo,
para el que era el pintor de la Muerte. Y esa mirada del modelo a la
que se sometía le abordaba a él en segunda persona del singular.
Eso explica, en parte, su inmediatez.
Al contemplar estos retratos que no nos
estaban destinados nos encontramos presos en el encantamiento de una
intimidad contractual muy especial. Si los retratos de El Faiyum se
hubieran descubierto antes, se habrían considerado, a mi juicio,
poco más que una curiosidad. Para una cultura confiada y expansiva,
estos cuadritos pintados sobre lino o madera habrían parecido,
probablemente, tímidos, torpes, ligeros, repetitivos, poco
inspirados.
La situación en este final de siglo es
distinta. El futuro, ahora mismo, está devaluado, y el pasado
resulta superfluo. Mientras tanto, los medios de comunicación rodean
a la gente de una cantidad de imágenes sin precedentes, muchas de
las cuales son rostros. Los rostros lanzan arengas constantes
provocando envidia, nuevos apetitos, ambición o, en ocasiones,
compasión mezclada con una sensación de impotencia. Además, todos
esos rostros tienen sus imágenes procesadas y escogidas para que las
arengas sean lo más ruidosas posible.
Imaginemos, pues, qué ocurre cuando
alguien se enfrenta con el silencio de los rostros de El Faiyum y se
detiene bruscamente. ¡Imágenes de hombres y mujeres que no hacen
ningún llamamiento, que no piden nada, pero que declaran que tanto
ellas como quienes las miran son seres vivos! Esas imágenes
encarnan, en toda su fragilidad, un respeto por sí mismas que ya no
se estila. Confirman, pese a todo, que la vida era y es un don.
Hay otra razón por la que los retratos
de El Faiyum nos hablan hoy. Este siglo, como tantas veces se ha
señalado, es el siglo de la emigración, tanto forzosa como
voluntaria. Es decir, un siglo de despedidas sin fin y habitado por
los recuerdos de esas despedidas.
Los retratos de El Faiyum tocan una
llaga parecida y de una forma similar. Los rostros pintados también
son imperfectos, y más preciosos de lo que era el ser vivo, sentado
en el estudio del pintor, con su olor a cera de abejas derretida.
Imperfectos porque es evidente que están fabricados. Más preciosos
porque la mirada pintada está concentrada por completo en la vida
que sabe que algún día perderá. Y así nos miran los retratos de
El Faiyum, como los seres desaparecidos de nuestro propio siglo.
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