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Este blog es un lugar de escritura. Podes encontrarte con poesías, con crónicas, con apuntes de filosofía, con ideas en gestación, con escritos de alumnas y alumnos... podes encontrarte. La fotografía del cóndor volando en libertad, la saqué en el Cerro Tronador, muy cerca de Bariloche. Me llamo Francisco Mina. Cocino bien, jugaba al futbol, sigo andando en bicicleta, y soy profesor de Filosofía en educación terciaria en Escobar y Campana (Argentina al sur)

martes, 3 de enero de 2017

Despedida a John Berger



Ayer lunes 2 de enero, ha muerto John Berger. Desde hace no mas de 10 años comencé a leer muchos de sus artículos, ensayos y novelas. Es una escritura (ella continuará en un presente vivo) que se desliza con suavidad, como la carbonilla con la que dibujaba. En la era de la imagen, escribió como quien relata su propia mirada.

Incorporé un texto suyo en los cursos de ética docente para reflexionar sobre la mirada como hospitalidad de la subjetividad.
Me da mucha tristeza su ausencia. Su último libro, bellísimo, es un homenaje que escribió con su hijo para su fallecida compañera en el 2013. Habla de la presencia en la ausencia. El tango “trenzas” dice “y así mi soledad, se agranda con buscarte”.
Quisiera fantasear pensando que murió en la humana aventura de amar.
Comparto el texto que ofrecí estos años como un momento bibliográfico, a modo de memoria de un hombre que admiro.

Francisco Mina


Los retratos de Fayum.
El tamaño de una bolsa”. John Berger.
Alfaguara. 2004. BsAs. ( Pags. 59-66)

Son los retratos más antiguos que se conservan; se pintaron en la misma época en la que se escribió el Nuevo Testamento. Entonces, ¿cómo es posible que nos resulten hoy tan próximos? ¿Por qué tienen un aire más contemporáneo que cualquier otra imagen de los dos milenios de arte europeo que les sucedieron? Los retratos de El Faiyum nos llegan como si los hubieran pintado el mes pasado. ¿Por qué? Ese es su enigma.

La respuesta más sencilla sería que son una forma artística híbrida, totalmente bastarda, y que esa heterogeneidad concuerda con ciertos factores de nuestra situación actual. Sin embargo, para poder explicar esa respuesta, debemos proceder paso a paso.

Están pintados sobre madera —sobre todo de tilo—, y algunos sobre lino. Los rostros tienen un tamaño algo menor que el natural. Varios están pintados al temple; el disolvente utilizado para la mayoría de ellos es encausto, es decir, pigmentos mezclados con cera de abeja.

Todavía hoy podemos seguir las pinceladas del pintor o las marcas de la cuchilla que usó para raspar el pigmento. La superficie en la que se hicieron los retratos era oscura. Los pintores de El Faiyum trabajaban desde la oscuridad hacia la luz.

Lo que no puede mostrar ninguna reproducción es lo atractivo que sigue resultando un pigmento tan antiguo. Los pintores usaban cuatro colores, aparte del dorado: negro, rojo y dos ocres. La carne que pintaron con estos pigmentos le hace pensar a uno en el maná. Los pintores eran griegos egipcios. Los griegos se habían establecido en Egipto desde la conquista de Alejandro Magno, cuatro siglos antes.

Se denominan los retratos de El Faiyum porque se hallaron a finales del siglo pasado en la provincia del mismo nombre, una tierra a la que llaman El jardín de Egipto, a 80 kilómetros al oeste del Nilo, ligeramente al sur de Menfis y El Cairo. En aquella época, un comerciante llegó a asegurar que se habían descubierto retratos de los Ptolomeos y Cleopatra. Después los tacharon de falsificaciones. En realidad, son auténticos retratos de una clase media urbana: maestros, soldados, atletas, sacerdotes, comerciantes, floristas... A veces conocemos sus nombres: Flaviano, Isarous, Claudina...

Fueron descubiertos en necrópolis porque se pintaban con el fin de acompañar a la momia de la persona retratada cuando ésta moría. Probablemente se pintaban del natural (en algunos de ellos tuvo que ser así, por la extraordinaria vitalidad que exhiben); otros, quizá, se hicieron póstumamente.

Cumplían una doble función: eran retratos de identificación —como fotos de pasaporte— para el viaje de los muertos con Anubis, el dios con cabeza de chacal, hasta el reino de Osiris; en segundo lugar, durante un breve periodo, servían de recordatorios de los fallecidos para la familia. Se tardaban 70 días en embalsamar el cuerpo y, en ocasiones, la momia se guardaba después en casa, antes de colocarla en la necrópolis.

Desde el punto de vista del estilo, como he dicho, los retratos son híbridos. Por entonces Egipto era una provincia romana. Por consiguiente, las ropas, los peinados y las joyas seguían la última moda de Roma. Los griegos que realizaron los retratos empleaban una técnica naturalista derivada de la tradición instaurada por Apeles, el gran maestro griego del siglo IV antes de Cristo. Y, además, eran objetos sagrados en un ritual funerario exclusivamente egipcio. Han llegado hasta nosotros procedentes de una época de transición.

Parte de la precariedad de ese momento resulta visible en la forma de pintar los rostros, independientemente de su expresión. En la pintura egipcia tradicional no se representaba a nadie de frente porque la vista frontal abría la posibilidad opuesta, la de la perspectiva posterior de alguien que se da la vuelta y se va. Todas las figuras pintadas por los egipcios estaban en un eterno perfil, de acuerdo con la preocupación egipcia por la continuidad perfecta de la vida después de la muerte.

Sin embargo, los retratos, pintados con arreglo a la antigua tradición griega, muestran rostros enteros o en tres cuartos. Ante ellos percibimos todavía, en parte, lo desacostumbrado de esa frontalidad. Es como si acabaran de intentar dar un paso hacia nosotros.

Entre los cientos de retratos que se conocen, hay gran diferencia de calidad. Había grandes maestros y pintorzuelos. Había algunos que hacían un trabajo apresurado y rutinario y otros (muchos, sorprendentemente) que ofrecían hospitalidad al alma de su cliente. No obstante, las opciones pictóricas a disposición del autor eran mínimas y la prohibición formal muy estricta. Paradójicamente ésa es la razón de que, en los casos más logrados, podamos sentir la inmensa energía de su arte.

Detengámonos en dos hechos: primero, el acto de pintar un retrato de El Faiyum y, segundo, la acción de contemplarlo ahora.

Ni quienes encargaban los retratos ni quienes los pintaban pudieron jamás imaginar que los vería la posteridad. Eran imágenes destinadas a permanecer bajo tierra.

Ello significaba una relación especial entre el pintor y la persona que posaba. Esta no era todavía un modelo, y el pintor no era todavía un medio para alcanzar la gloria futura. Al contrario, los dos, ambos vivos en aquel momento, trabajaban juntos en la preparación para la muerte, una preparación que aseguraba la supervivencia. Pintar era dar nombre, y tener un nombre era una garantía de continuidad.

En otras palabras, al pintor de El Faiyum no se le llamaba para que hiciera un retrato, tal como lo entendemos hoy, sino para que plasmara a su cliente, hombre o mujer, mientras le miraba. Era quien se sometía a la mirada, más que el "modelo". No debemos considerar estas obras como retratos, sino como cuadros que representan la experiencia de que nos miren Flaviano, Isarous, Claudina...

Este tratamiento, este enfoque, es distinto de cualquier otra cosa que podamos hallar posteriormente en la historia del retrato. En épocas sucesivas se pintaban para la posteridad, para dar testimonio de alguien que estaba vivo a futuras generaciones. Mientras se pintaban ya se concebían en el pasado, y el pintor abordaba su modelo en tercera persona, singular o plural, según los casos.

Para el pintor de El Faiyum la situación era muy diferente. Se sometía a la mirada del modelo, para el que era el pintor de la Muerte. Y esa mirada del modelo a la que se sometía le abordaba a él en segunda persona del singular. Eso explica, en parte, su inmediatez.

Al contemplar estos retratos que no nos estaban destinados nos encontramos presos en el encantamiento de una intimidad contractual muy especial. Si los retratos de El Faiyum se hubieran descubierto antes, se habrían considerado, a mi juicio, poco más que una curiosidad. Para una cultura confiada y expansiva, estos cuadritos pintados sobre lino o madera habrían parecido, probablemente, tímidos, torpes, ligeros, repetitivos, poco inspirados.

La situación en este final de siglo es distinta. El futuro, ahora mismo, está devaluado, y el pasado resulta superfluo. Mientras tanto, los medios de comunicación rodean a la gente de una cantidad de imágenes sin precedentes, muchas de las cuales son rostros. Los rostros lanzan arengas constantes provocando envidia, nuevos apetitos, ambición o, en ocasiones, compasión mezclada con una sensación de impotencia. Además, todos esos rostros tienen sus imágenes procesadas y escogidas para que las arengas sean lo más ruidosas posible.

Imaginemos, pues, qué ocurre cuando alguien se enfrenta con el silencio de los rostros de El Faiyum y se detiene bruscamente. ¡Imágenes de hombres y mujeres que no hacen ningún llamamiento, que no piden nada, pero que declaran que tanto ellas como quienes las miran son seres vivos! Esas imágenes encarnan, en toda su fragilidad, un respeto por sí mismas que ya no se estila. Confirman, pese a todo, que la vida era y es un don.

Hay otra razón por la que los retratos de El Faiyum nos hablan hoy. Este siglo, como tantas veces se ha señalado, es el siglo de la emigración, tanto forzosa como voluntaria. Es decir, un siglo de despedidas sin fin y habitado por los recuerdos de esas despedidas.

Los retratos de El Faiyum tocan una llaga parecida y de una forma similar. Los rostros pintados también son imperfectos, y más preciosos de lo que era el ser vivo, sentado en el estudio del pintor, con su olor a cera de abejas derretida. Imperfectos porque es evidente que están fabricados. Más preciosos porque la mirada pintada está concentrada por completo en la vida que sabe que algún día perderá. Y así nos miran los retratos de El Faiyum, como los seres desaparecidos de nuestro propio siglo.

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