Relato para la
revista literaria “El último bastión” de Escobar
Abril de 2019
Hace unos años compre en un bazar de
acá, de Escobar, una olla a presión. Fue toda una decisión de
madurez, de independencia. Porque cocinar así da toda una imagen de
solvencia, de profesionalismo, casi de cierto aire científico. Pero
yo no buscaba eso, sino mas bien hacer algo nuevo en casa, echando
mano a los mejores recuerdos de la infancia. Y en un rincón de esa
memoria estaba la olla de mi vieja. Me maravillaba el misterio de una
cacerola cerrada herméticamente y luego sellada con la presión del
vapor. Era algo así como la galera de un mago, pero sacando comidas.
La tuve que encargar, y creo que eso
colaboró en esa sensación de ingresar a una clase selecta de
cocineros alternativos. El Bocha, que regentea el bazar de Martín,
me dijo que algunas había vendido desde que las tarifas de gas
habían subido tanto, y ahí se completó mi felicidad con un tinte
de resistencia popular.
Ahora estoy haciendo unas lentejas, les
cuento.
Calenté un poco de aceite y empecé a
sacarle el frío a dos cebollas. Yo las corto mas bien gruesas. Eso
de “rehogar” me suena cruel, y si hay algo que quiero en esta
vida son las cebollas. Si el fuego está muy fuerte se doran y ya no
me gusta tanto. Medianito el fuego. Luego le agrego un morrón
cortado chiquito, pero no picado, para que en la multitud no pierda
ese color tan interesante. Y después dos dientes de ajo. Los corto
en rodajitas finas, porque picar no me parece amable.
Ahí pongo una mano de sal gruesa, que
es un medida humana, como el olor que a esta altura sale de la olla.
Y ya no hay vuelta atrás. Confianza, que esto desemboca en algo
maravilloso.
Para esta altura de la obra, Gaby esta
charlando en voz bajita arrimando algún mate y eso es lo que busco
al cocinar: charlar tranquilos, reírnos, pasarla bien juntos.
Eso de la copa de vino en las cocinas
televisivas lo respeto, pero a nosotros no nos cuadra. El vino es
para después. En la mesa, que es mas familiar. Pero al cocinar,
donde estamos los dos solos, el mate es como un brindis continuado.
Alguna vez, luego de una época triste, le preparé estas lentejas
diciéndole que no curaban, pero aliviaban el dolor, y así fue.
Después viene el orégano, dos hojitas
de laurel que le pido a Luna y trae del fondo, la pimienta negra
liberada con el cabo de la cuchilla en la tabla, el ají molido, y
dos cucharadas de azúcar.
Ah, me olvidaba, deslizo acá unos
hongos secos que le dan un gustito difícil de explicar, pero que
traen recuerdos de cuando le ponía carne al guiso.
María, que cumplió quince, es
vegetariana. Ella dice que hacemos sufrir a los animales con la
manera como los criamos y faenamos. Que el capitalismo de hambre
divide al mundo en minorías con carne y mayorías sin plato
siquiera, que el calentamiento del planeta tiene que ver con mas
vacas y chanchos que oportunidades para vivir mejor... Y la verdad es
que me gusta muchísimo la carne, pero mas me gusta que Maria piense
y actúe para que este mundo sea un poco mejor. Y entonces cada vez
cocino con menos carne.
Después le agrego dos o tres
zanahorias. Me gustan mas si son finitas y las rodajas quedan lindas
en el plato. Y tres o cuatro papas cortadas en cuartos.
Las lentejas que compramos desde hace
un tiempo se hacen mas rápido. No hay que remojarlas.
Las deslizo en la olla con respeto. Me
parece de buena gente tratar bien a los demás y a las lentejas.
Agrego poca agua. Hasta que quede
apenas cubierto el guiso.
Y ahí cierro la tapa. Es todo un
ritual. ¿Hice todo bien, falta algo? Después es tarde. Se parece al
acto esperanzado de votar.
Cuando soltó el vapor por arriba hay
que bajar el fuego y esperar quince minutos. Ahí charlamos mejor
todo lo que balbuceamos mientras cocinábamos. Y si no hay con quien
charlar leo un poco. Me resulta estimulante leer mientras espero ese
alumbramiento. Es un rato relajado que ayuda a la tranquilidad
necesaria para comer y vivir.
Francisco Mina ©
Otoño de 2019
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