El Zacarías y yo tomamos mate.
Siempre. A cualquier hora. Las veces que estuvimos a punto de
separarnos, las veces que llegó un hijo nuevo a casa, cuando lo
echaron del trabajo, cuando Argentina salió campeón del mundo,
cuando se cayeron las torres gemelas. Cuando murió mamá... Entre el
Zacarías y yo hubo días sin besos a la mañana, semanas sin
dirigirnos la palabra, meses enteros sin juntar los pelos, años
larguísimos sin un peso en el bolsillo. Pero no hubo nunca en
nuestro matrimonio un solo día sin que él o yo nos sentáramos en
silencio a tomar mate.
Esto pasa en todas las casas. En la de
los ricos y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y
chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los
viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o
se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin
discutir ni echarse en cara. Peronistas y radicales ceban mate sin
preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos
parecemos las víctimas y los verdugos. Los buenos y los hijos de
puta.
Cuando tenés un hijo, le empezás a
dar mate cuando te pide. El Caio empezó a pedir a los cinco. La Sofi
a los nueve. El Nacho a los tres. Se lo das tibiecito, con mucha
azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un
esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el
corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si
tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de
naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.
Cuando conocés a alguien por primera
vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay
confianza:
—¿Dulce o amargo?
El otro responde:
—Como tomes vos.
Yo les escribo siempre a ustedes con el
mate al lado del teclado. Los teclados de Argentina y Uruguay tienen
las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en
todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares,
con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones
eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba
no se le niega a nadie. Ni a la vieja Manforte.
Escribo esto por algo. Hoy llegamos
todos de la calle y el Caio estaba tomando mate solo. Nunca antes
había tomado mate solo. Siempre con el Chileno Calesita, o con la
hermana, o con nosotros. Solo jamás. Éste es el único país del
mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser
un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos,
circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá
empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por
primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El
día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que
haya nadie en casa, en ese minuto, es porque ha descubierto que tiene
alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero
no es un día cualquiera.
El Caio no sabe qué carajo le pasa. No
va a recordar este día. Ninguno de nosotros nos acordamos del día
en que tomamos por primera vez un mate solos. Pero debe haber sido un
día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones. Yo no me
acuerdo de mi día. Zacarías tampoco. Nadie se acuerda. Pero hoy el
Caio empezó a tomar mate solo. Hoy, 8 de enero del 2004, a la
madrugada. Su padre y yo, escondidos en el pasillo, empezamos a
mirarlo con respeto.
HERNÁN CASCIARI
(Mercedes, prov. Buenos Aires,
Argentina, 1971)
Capítulo 122: La existencia del alma
en el Caio
del libro "Más respeto que soy tu
madre"
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