El fondo de casa es muy pequeño: diez por diez de pasto, tres arbolitos que forzadamente incluimos, casi como una expresión anhelante de otro paisaje.
Siempre advertimos, en los años que estamos en esta casa, los ruidos del tránsito de la avenida que pasa a unos treinta metros. Pero a los buhos no. Permanecían escondidos. Creo mas bien que nosotros estábamos distraídos a su presencia, escondidos de algún modo.
Una mañana me lo señaló Gabriela y descubrí la melodía de su canto. Había escuchado muchas veces ese silbidito casi de vendedor ambulante, pero no lo había asociado nunca a un animalito que siempre admiré. Enseño filosofía, y la lechuza es casi su logotipo. Los ojos muy abiertos y atentos y el increíble radio de giro de sus cabezas son toda una metáfora de la apertura y la curiosidad de los buscadores de saber. Sin embargo, no haber advertido las lechuzitas del jardín de casa, mostraban otra forma mas de distracción. Cuando advertimos la noticia de su presencia, comenzamos a cruzar las miradas con los búhos. A diferencia de los horneros, los zorzales, las calandrias, los gorriones y los carpinteros que siempre hemos mirado en el jardín, las lechucitas nos miran a nosotros fijamente, casi a punto de dialogar.
A cuatro metros de la casa hay un jacarandá que este verano dio sus primeras flores. Las habíamos esperado muchos años. El árbol lo hizo nacer Gabriela, abriendo un cascarón de una semilla. Había intentado otras veces y no habían prosperado. Éste respondió a la invitación de sus manos y del agua, y hoy tiene unos cinco metros de alto, y flores y semillas. Lo amamos, como un reflejo mas de eso que somos. Sus ramas flexibles, su color verde claro y vital y ahora ese violeta de sus flores me hablan de ella, de sus manos y del agua.
De tanto hablar a las lechucitas, han comenzado a acortar distancias con nosotros. Tomando mate una mañana de este agobiante verano, vimos a una de ellas parada en el jacarandá que cantando nos miró un buen rato. Siempre es posible estar mas atento a las presencias que comparten nuestro andar: al pan, al calor del sol, al viento entre las hojas, al brote de las semillas, a las estrellas, a los hijos, a los amigos y a la suavidad de las manos y el agua.
Francisco Mina
Verano de 2014
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