José era un hombre de unos setenticinco, con ese color de piel que solo tiene la gente de la isla. Quizá por este origen, al venir a Zárate en busca de progreso, se sintió seducido por el oficio de un viejo zapatero de la calle Rómulo Noya. Digamos que en el arroyo Ñacurutú, lo que menos se gastaban, eran los zapatos. Por eso, al venir a la ciudad, sintió que ese contacto que el maestro tenia con el calzado de la gente, lo introducía en una especie de confesionario maloliente de sus senderos.
En una pieza oscura de cuatro por cuatro, mal iluminada, entremezclados como la vida, estaban estos testigos mudos de caminos secretos.
Resultaban incómodas al viejo zapatero, algunas preguntas de su isleño discípulo: "perdón Don Víctor, pero aquellos medio marrones con una hebillita, son del chofer del intendente, no?”. “Creo que si”, respondía el viejo, deteniendo el verduguear de su martillo contra una suela rebelde, sin entender mucho el porque del interrogatorio.
José sabia que la escueta respuesta le bastaba para entrever que calzado tan costoso no podía tener otro origen que un regalo del patrón. “Solo ellos saben si Don Alvarez estuvo o no en la casa de Alberto Orellano aquella noche previa al cierre del frigorífico, que tantas vidas había costado”, pensaba. Así, los zapatos que no hablaban, eran para el joven isleño una permanente fuente de historias ocultas.
Con los años quedo a cargo del taller de compostura. A modo de alquiler, le pasaba todas las semanas unos pesos a la viuda de Don Víctor.
Las noches, con su silencio, eran una invitación constante para aquella mezcla de trabajo y espía impudorosa.
Poco a poco descubrió que aquellos cueros gastados eran algo mas que una inspiración a su curiosidad insaciable.
Una noche estuvo sin poder dormir revolviendo entre las sábanas algo así como recuerdos, pero que no había vivido nunca. Una y otra vez se veía sentado frente a la mesa de un café, llorando por la traición de una mujer que tampoco conocía.
Todo era tan real, tan suyo, que hasta parecía una fantasía el despertar de esa semivigilia angustiosa.
Dos meses después, un hombre empalidecido por el dolor, vino a buscar un par de botines de trabajo: “Discúlpeme la tardanza José”, argumento el visitante, “tuve tantos problemas de familia que mas vale ni hablar; por eso no vine antes”. Algo volvió a la mente del zapatero como si de él se tratara, dándole sentido a aquellos sueños incomprensibles.
Quizá ese día de mayo comenzó a darse cuenta que aquel extraño saber se le estaba volviendo un duro peso en las espaldas.
Nadie recuerda bien cuando regresó a la Isla. Cuentan que ya viejo devolvía algunos zapatos sin haberlos tocado. “Sabe lo que pasa”, decía como a modo de disculpa, “con lo que cuestan ahora, es mejor comprar un par nuevo.”
Los que a veces lo veían remando descalzo por el canal Alem, nunca entendieron porque ya no levantaba la vista para saludar. Sus ojos cansados no se despegaban del río amarronado, como gozando la paz de no poder descubrir los secretos del fondo.
Francisco Mina.1996
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